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- Hace mucho tiempo, en un lejano país, hubo un rey al que le placía oír a todos los sabios que atravesaban sus tierras, con la intención de aprender de la erudición de éstos y así, aquel buen rey día tras día y una vez finalizadas sus audiencias oficiales, hacía pasar a sus habitaciones privadas a todos aquellos sabios que sus ministros e inspectores habían conseguido encontrar atravesando aquel reino y con ellos departía sobre cualquier tema que ampliara su saber.
- Un buen día, uno de estos sabios le contó que existía un recipiente ?no se sabía dónde? que desprendía luz propia y que en su estructura contenía la fuente de toda sabiduría.
- El buen rey, convocó a sus mejores caballeros y con las ansias que proporciona la aventura y el más maravilloso afán de conquista del conocimiento supremo, partió a recorrer los caminos del mundo en el convencimiento de que la importancia del objeto que buscaban, bien merecía arrostrar todo tipo de riesgos y afrontar cualquier contingencia. Tras largos años de aventuras y luchas en que unas veces vencedor y otras veces vencido, aquel rey fue perdiendo a sus caballeros bien por enfermedades malignas, por hambre o en los enfrentamientos en combate leal con enormes enemigos, y fue convenciéndose de que tras años de lucha y búsqueda, no había conseguido más que ir envejeciendo y haber enterrado al borde de los caminos a aquellos aguerridos caballeros que con armaduras fulgurantes y al grito de victoria, iniciaran junto a él un día lejano, aquella descabellada andadura.
- Entristecido aquel buen rey por tal evidencia, dio orden a sus caballeros para que regresaran a sus cuarteles y él asumió humildemente que debía volver a sus ocupaciones ordinarias que un día abandonara para perseguir una utopía.
- Estaba llegando a las proximidades de su castillo cuando vio junto al camino, la figura familiar a un hombrecillo que era famoso en todo el reino porque desde siempre había estado allí -junto a la pequeña fuente- con la obsesión de ofrecer agua a todos los caminantes; éste se le acercó con un cuenco que contenía agua y se la ofreció diciéndole "sea bienvenido mi rey".
- El rey no podía comprender como había podido reconocerlo pues tras aquellos largos años ya nadie podía acordarse de su cara y sus vestiduras estaban ajadas y sucias y no quedaban sobre él o su cabalgadura, ningún signo ostentoso de su jerarquía.
- El rey aceptó en silencio y con perplejidad, pero cuando fue a beber, observó el cuenco y vio que brillaba, exclamando:
- ¡Este es!... el vaso que tanto tiempo busqué y que tanto me hizo sufrir. - ¡Me reconociste porque eres poseedor de su sabiduría!
- El hombrecillo contestó:
- ?No sé porqué un vaso tiene que hacer sufrir? siempre lo he tenido, desde antes que vos os marcharais abandonando el reino, y nunca me causó daño alguno. - En cuanto a reconoceros, es verdad que el cuenco me indicó que sois el rey.
- El rey algo confundido insistió:
- ¿Cómo es que el vaso ha llegado hasta ti y sin embargo yo no pude hallarlo a pesar de buscarlo por todos los caminos?
- El hombrecillo respondió:
- Señor tal vez sea, porque yo nada busco del saber y solo me preocupo de dar de beber agua a los caminantes.
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